martes, 26 de febrero de 2013

Inyección Letal

  Él lo sabía. El final ya se acercaba, hace mucho que lo esperaba y ya se había dado cuenta que bastaba con apretar una mísero botón para terminar con todo. Con la situación. Con su vida. Con su sufrimiento, su pena, su esperanza.
  Escuché los pasos y lo supe. Los reconocí, cómo no hacerlo? Sus pasos eran distintos, pesaban más. Tenían el peso de los incontables kilos de maldad. Cargaba con otros incontables de tristeza, o miseria. Pero el calvario iba a terminar. Esos ecos de pasos pesados, con el sonido del arrastre, como quien arrastra una pesada bolsa. Esos retumbes anunciaban el final de algo. Anunciaban que eso que esperé por tanto tiempo ya llegaba.
  Era el día. Arrastré mis pies. Llevé mi cansado cuerpo al centro, solo quería apretar ese horrible botón. Y después... bueno, después veía. Pero esa situación no daba para más. Ya no la soportaba. Quería que terminara. Miraba a sus ojos. Esas tristes bolas en su cara que parecían de cristal por tantas lágrimas.
  Decidí no dar la órden. Alargar su sufrimiento. Al fin y al cabo éĺ había matado a alguien. Merecía sufrir. Por qué iba a dar la órden de apretar un botón y que él muera inmediatamente? Hablé con conocidos, gente de confianza que me podía ayudar con el tema. En vez de un botón de muerte indolora e inmediata, me dieron una idea mejor.
  Cuando ya estaba llegando, con todo mi peso de dolor y angustia -quién sabe por qué-, escuché el timbre del teléfono.
  Los pasos se detuvieron de golpe al sonar un teléfono afuera. Un teléfono que sonaba como esos antiguos. Con un timbre agudo e insoportable. No podía oír lo que hablaban. El miedo y los nervios invadieron mi cuerpo. Sólo quería que esto terminara de inmediato.
  Seguí avanzando. Me acercaba cada vez más al lugar. Hice una parada antes.
  Le dije que los planes habían cambiado y que había algo mejor. Sólo tenía que seguir mis instrucciones.
  De golpe, los pasos empezaron a alejarse. Justo cuando los oí detenerse ante la puerta, comenzaron a ir en una dirección inesperada.
  Hice todo lo que él me dijo. Caminé por un oscuro y frío pasillo. Entré a la oficina de uno de mis compañeros. Tomé una caja de adentro de una heladera. Parecía contener algo terrible. La llevé al cuarto de al lado del de nuestro prisionero. La abrí y preparé todo tal como me lo había indicado.
  De repente, la puerta se abrió. Le vi la cara. Era grande, mostraba maldad, pero ocultando miedo, mucho miedo. Me dijo -sin hablar, con señas temblorosas- que lo siguiera.
 Me siguió. Sin oponer ni un mínimo de resistencia.
  Cuando llegamos, había una especie de camilla metálica, con enganches para tobillos y muñecas. Inmediatamente entendí que ahí tenía que ubicarme yo.
  Se acostó. Le até las manos y los pies en la camilla. Tomé la jeringa y se la clavé en el brazo, le inyecté todo el líquido, tal como me había indicado.
  Le dije que era una muerte indolora, pero que era más fácil que con el botón. Sí, le mentí. Si él sabía lo que le provocaría la inyección, no se la aplicaría.
  De golpe, un frío comenzó a recorrer mi cuerpo. Era uno de esos fríos que dan miedo. De a poco, dejé de sentir mis extremidades. Se me estaba paralizando el cuerpo. Estaba perdiendo la sensibilidad. Sentí mucho temor. Mucho más del que nunca había sentido en mi vida. La parálisis fue cada vez peor. Sentía que mis pulmones funcionaban con dificultad. Y mi corazón, que con el miedo se había acelerado, comenzó a latir cada vez más despacio.
  Lo miraba y no demostraba sufrimiento, así que confiaba en lo que me había dicho, era definitivamente una muerte indolora.
  Sufría como nunca. Pero no me podía mover. Cada vez me costaba más respirar. Empecé a sentir que se me cerraba la tráquea cada vez más, y mis pulmones funcionaban cada vez menos. Mis ojos se cerraron. Ya no podía ver al exterior. Era desesperante.
  Al ver que sus ojos se cerraron, me fui. Ya había cumplido con mi parte. Agarré mis cosas y me fui. Él me había dicho que dejara todo como estaba. Que se encargaría al día siguiente.
  Lo último que escuché, fue que él se iba. Me estaba dejando solo!! La desesperación era cada vez mayor. Lo único que la frenó, fue mi corazón, que finalmente, con mucho dolor, paró. Dejó de latir de una vez por todas.
  Terminé de apagar todas las luces y cerré con llave. Me fui a casa, a la espera de un nuevo llamado que atender...